Los artistas más grandes siempre han vivido obsesionados. Por su propia creación, por sus musas, por el implacable paso del tiempo, por su ego… Las personas que crean artes son diferentes al resto, y eso es algo que se evidencia especialmente en casos como los de los geniales Picasso, Spielberg o John Lennon. La disciplina es lo de menos. Da igual si hacen música, pintan cuadros o crean películas inolvidables. Estos creadores siempre están buscando historias que narrar, sentimientos que transmitir a través de sus obras. Y lo dan todo para conseguirlos, para obtener esa chispa que convierta un cuadro normal y corriente en una obra digna de estar en las mejores pinacotecas del mundo. Los artistas poseen una sensibilidad especial, pero esto va mucho más allá del propio arte, como vamos a ver en el caso de Alberto Giacometti. El artista suizo, pintor y escultor, pasó sus últimos años fascinado por una muchacha muy especial.
Y es que Giacometti era un genio con todas las letras, un tipo capaz de reflejar en sus dibujos y esculturas la esencia primigenia del ser humano como muy pocos lograban hacerlo. Su obsesión por conseguir la obra perfecta llegaba a tal punto que se encerraba durante semanas en su taller, perfilando sus esculturas y dibujos. La mayoría estaban basados en su hermano, su mujer Annette… pero al final de su vida conocería a Caroline. La joven, con solo 20 años y una actitud descarada, le conmocionó hasta tal punto que ya no quería más compañía que la suya. Le triplicaba la edad, pero la convirtió en su musa, en su deseo, en su obsesión. Y también fue su última modelo, agraciada con una belleza muy especial en su rostro, la parte del cuerpo que más obsesionaba al artista en esos últimos años. Dicen que ni siquiera la actriz Marlene Dietrich, amiga y amante ocasional de Giacometti, logró hacerle sombra a esa joven que, para más inri, trabajaba como prostituta en Montparnasse. Una relación tortuosa pero fascinante que fue llevada a la literatura en el libro La Última Modelo, escrito por Frank Maubert.